Dos días en los bastiones de Bildu con un excomando antiterrorista de la Guardia Civil: «Somos mejores que los SEAL»

Juan José Mateos, antiguo miembro del GAR y autor de 'Pikoletos: La derrota de la ETA y la élite de la Guardia Civil', vuelve con ABC a los mismos pueblos en los que detuvo a etarras hace más de veinte años

Guardia Civil 18/08/2022 GDH Digital GDH Digital
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Mateos, en el cementerio de Tolosa, donde hay enterrados varios terroristas de ETA

Despunta el sol en el alto de Meaga; no da tregua a pesar de que la playa de Zarautz, a un suspiro, insiste en suavizar el ambiente. La estampa es de ensueño: curvas sinuosas tomadas por el verdor del bosque. Una historieta de Jacob y Wilhelm Grimm. Pero, al igual que en sus cuentos, la pesadilla acecha en la caja de Pandora. «Fue aquí, el 28 de junio de 1986», Juan José Mateos, veterano del Grupo de Acción Rápida de la Guardia Civil (GAR, antiguo Grupo Antiterrorista Rural), señala un talud que besa la angosta carretera. «El etarra detonó la bomba cuando mis compañeros venían a hacer una limpieza de itinerarios. Decapitó a Francisco Muriel e hirió de gravedad a otros tres. Uno de ellos, Carlos Marrero, se suicidó poco después porque no pudo soportar las secuelas».

No han pasado ni dos horas desde el aterrizaje de ABC en San Sebastián, pero ya hemos respirado dos cosas: la humedad característica del norte y el olor metálico de las heridas todavía abiertas, que son muchas. Aunque la que más irrita a Juanjo, hoy con un polo verde que recuerda a su viejo uniforme, es la del olvido. Más de una década después de que ETA dejase a un lado los asesinatos y el terrorismo, el alto de Meaga está huérfano de una placa que rememore a los miembros del GAR. El único recuerdo para sus familias es una corona de flores que, cada año, deja un grupo de veteranos liderado por él. Y lo mismo pasa en otros puntos del terror en los que murieron agentes y políticos.

A cambio, o eso promete, en muchos pueblos abundan pancartas que evocan la lucha terrorista. Lo comprobaremos de su mano en las próximas horas. «Recordar a los agentes es incómodo para los políticos», desvela mientras sube al coche. No da nombres; prefiere obviarlos. Su lucha no es contra tal o cuál partido, sino contra el olvido de los guardias civiles que combatieron a «la ETA», como insiste en denominarla. «¿Acaso llamamos a 'la Mafia' solo 'Mafia'?». Hace ya unos años que Juanjo cambió el fusil G-36 por la pluma. No le quedó más remedio, pues las secuelas de un atentado terminaron por pasarle factura. Sus cicatrices son unos audífonos que le acompañan, perennes. Las que lleva por dentro, ocultas, son las peores. Y de todas ellas ha dejado testimonio en su último ensayo, 'Pikoletos: La derrota de la ETA y la élite de la Guardia Civil' (Arzalia).

Élite rural

Arranca Juanjo y comienza una suerte de 'road movie' vasca. Aunque la banda sonora no es 'rock and roll', sino una charla en la que desgrana la historia de su vida, ligada siempre a ETA. De camino al cementerio de Tolosa, donde yacen varios mal llamados comandos, explica cómo un chico de Salamanca recién salido de la academia se dio de bruces con el terror. Era 1996, sumaba 24 años y una bomba en el aeropuerto de Reus le dio la bienvenida al Cuerpo. «Me dejó secuelas severas. Hoy tengo reconocido el 72% de minusvalía». Pero la tenacidad, que no la venganza, le hizo perseverar. Su sueño era entrar al GAR, una unidad creada en 1980 para combatir a la ETA desde la primera línea. Héroes que han pasado desapercibidos hasta ahora.

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'Pikoletos': La derrota de la ETA y la élite de la Guardia Civil

«La Guardia Civil había perdido los pueblos. No podía salir de los cuarteles sin miedo a recibir un tiro. El GAR vino para acabar con eso», sentencia mientras detiene el motor. Sigue con su narración, pero, cuando atraviesa la puerta del camposanto, un cartel le turba: «Aquí comienza la alegría del justo». El respeto se palpa en su rostro. «Todos, hasta los etarras, deben disfrutar de un lugar de descanso eterno». Su mente se ha marchado por un segundo a los ochenta; días en que los agentes de la Benemérita morían a manos llenas y eran enterrados entre el secretismo y la soledad. «Por el contrario, ellos hacían comitivas inmensas y llenas de simbología». Camina entre las tumbas; evoca momentos duros. Esos que vivieron «mis veteranos», como los llama con cariño mientras vuelve al vehículo.

Tras ese pequeño viaje al pasado, Juanjo vuelve a su historia. Con el GAR en la mente se sobrepuso a los dolores y, tras escabullirse de los reconocimientos médicos –«los pormenores los explico en el libro», sentencia con una sonrisa pícara– accedió al curso de operaciones especiales. De camino a Ordizia, uno de los bastiones de EH Bildu, recuerda la exigencia de las pruebas, cómo les machacaban para separar a los débiles de la élite. «Nos presentamos 400 y quedamos 26. Hacías marchas con una mochila de 30 kilos, te obligaban a tirarte a pantanos desde una altura de 15 metros, no te dejaban dormir…». También había buceo, letal por sus problemas de oído, pero supo esquivar a los instructores. «Estábamos por encima de los SEAL porque, con menos equipamiento, hacíamos lo mismo», completa.

Viejos bastiones

De Tolosa a Ordizia, en Guipúzcoa, hay un cuarto de hora. Juanjo, siempre a los mandos, guarda cariño al pueblo, hoy regido por un alcalde de Bildu, porque en él participó en varios operativos. «Mis tiempos no fueron los años de plomo en los que el GAR tenía que enfrentarse a tiros a los etarras», advierte. En los noventa, su misión más habitual consistía en apresar a presuntos terroristas. «Llegábamos, montábamos un cerco en círculos concéntricos para que nadie entrara ni saliera, y un equipo se encargaba de acceder a la vivienda». Por orden judicial debían llamar e identificarse antes de entrar. Un peligro. «Estábamos preparados para todo. La clave era evitar que se formara una balacera en la que pudieran morir civiles. Llevábamos hasta una manta por si tenían un perro que nos atacara».

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El GAR, durante un curso de buceo y tácticas de intervención a embarcaciones

Señala una casa a la que accedió, es baja, como el resto, y se halla en una plaza llena de carteles. La mayoría, como nos había avisado, llamando a la liberación de los presos. «Están prohibidos. Los quitarán en uno o dos días los servicios de limpieza». Recorremos la misma calle en la que la banda terrorista asesinó a Yoyes en 1986 por querer abandonar la ETA; una placa la recuerda. «El GAR ha hecho que podamos caminar por aquí sin problemas», exclama. Habla de los años más duros, del cuidado que debía tener cuando estaba en estas zonas a pesar de que su campamento base se encontraba lejos, en Logroño, para evitar que «los malos» conocieran sus hábitos. «Los que peor lo pasaron fueron los compañeros de los pueblos. Muchos fueron asesinados cuando tomaban unos 'pintxos' con la familia».

Llega la noche, un breve descanso, y reanudamos el viaje. En Oiartzun, a 50 kilómetros, la estampa es similar a la de Ordizia. En 2019, Bildu obtuvo casi el 67% de los votos. Hoy, una gran pancarta que pide el regreso de los presos de ETA al País Vasco luce en la plaza. Sobre ella, dos banderas moradas. A los lados, varios carteles exigen la independencia y unas pintadas sostienen que la policía ha torturado a 5.657 personas. «Es una cifra falsa. Se ha hinchado de forma artificial para equipararse a los 850 muertos y más de 7.000 mutilados que ha dejado la ETA». Juanjo, con todo, no niega locuras como las perpetradas por el GAL, y le parecen deleznables, pero subraya que fueron minoritarias. «En toda la historia del GAR, ni un agente ha resultado imputado».

El médico me dijo que, si seguía en la Guardia Civil, mi familia tendría que cuidarme a mí

Durango, con alcaldesa de Bildu, es la última parada del recorrido. Aunque cambiamos los planes y obviamos el casco viejo. Nuestro guía prefiere mostrarnos la Casa Cuartel de la Guardia Civil de este municipio de Vizcaya. Sorprende, pues las heridas de la ETA son visibles en su muro principal. «Tuvo que ser reconstruido después de un atentado». Juanjo conoce bien esta gigantesca atalaya con una ciudad en su seno. En 'Pikoletos' abundan sus fotos. «Vinimos muchas veces a dar seguridad a los compañeros que vivían aquí. Era una de las misiones del GAR: hacer controles visibles para que las familias se sintieran seguras». También colaboró en varios apostaderos. «Nos ocultábamos y controlábamos los vehículos que pasaban. Además, identificábamos a colaboradores y etarras para nutrir una gran base de datos que resultó muy útil», sentencia.

Duras heridas

Termina el viaje. A la funda vuelven cámaras y grabadoras. Dos días intensos que han dado para mucho. «Espero que hayáis respirado un poco lo que se vivía aquí, aunque ya no es ni la mitad de lo que había». En el regreso hacia el aeropuerto toca darle un final a esta historia. «¿Cómo saliste de la Guardia Civil?». Si hasta ahora había hablado el soldado y el veterano, ahora aflora la persona. «Fueron días duros…». Le cuesta arrancar. Titubea. Bebe agua. Evoca viejos y dolorosos recuerdos. En 2001, dice, le obligaron a pasar reconocimiento médico y le confirmaron que las secuelas por el atentado, que hasta entonces había escondido, eran graves. Le ofrecieron una indemnización y la salida, pero se negó. «Quería seguir en el Cuerpo». Sin embargo, tuvo que abandonar el GAR.

A partir de entonces comenzó un periplo por varias unidades de la Guardia Civil. Su máxima era seguir en primera línea, pero la realidad le hizo doblar la rodilla. Eran demasiadas operaciones, demasiadas secuelas neurológicas por culpa de aquella bomba en Reus. El médico fue tajante. «Me dijo que, si seguía así, mi familia tendría que cuidarme a mí». El tono es pausado. Le duele sacar las palabras de dentro. Aunque rápidamente se recupera. «No quiero ir de víctima, bastantes penas he contado ya». Como epílogo prefiere hablar de su esposa –«mi binomio de vida, una mujer que me comprende y ha sabido apoyarme en los momentos más duros»– y alabar la labor de una psicóloga que le ha ayudado a superar una vida entera dedicada a luchar contra la ETA. Hoy, Juan José Mateos combate de otra forma: con libros y por las víctimas.

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